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La Sociedad de los Oprometes

Siempre me gustó viajar y no hay mejor excusa para ello que la tesis de la facultad.
Al principio o al final de mis relatos siempre remato con un “...el viaje fue fundamental para
mi tesis.” lo que le da un halo de seriedad, aunque en realidad haya estado recorriendo los
mejores bares de la región.
Pero, después de todo, ¿no es esa la mejor forma de ejercer la antropología? Si quiero
profundizar mis conocimientos sobre el ser humano, ¿no tiene sentido que quiera pasar
más tiempo con ellos que en una sala llena de libros?


Ese compromiso con mi futura profesión es el que me ha guiado a buscar los destinos más
exóticos y a coleccionar memorias junto a las civilizaciones más extrañas, como por ejemplo
la tribu de los Eucariotas, cuya economía se basa exclusivamente en el truque o la
temporada que pasé con los Aspiradori en el Monte Hess, cuya religión castiga con
destierro a cualquiera que entre con polvo en los pies a una casa.


Tantas aventuras me hicieron, de cierto modo, insensible a muchas costumbres extrañas,
pero este último viaje realmente logró impactarme y siento que debo compartirlo primero
con ustedes, antes de presentárselo a mi jefe de cátedra, el Dr. Claudio Levistró.


Los Oprometes no son un pueblo, ni siquiera una tribu, simplemente es una comunidad de
fósforos usados que vive en la bandeja de abajo del horno de mi casa.
Fue justamente su proximidad la que me hizo evadirlos tanto tiempo, ¿qué podían tener de
particular si no estaban a miles de kilómetros ni vivían en medio de una selva virgen?
Llegué de noche y por suerte pude conseguir alojamiento en una posada, no es un lugar
particularmente turístico pero siempre hay alguna que otra cucaracha de paso, sea por
negocios o por placer.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Me resultó extraño que a la mañana siguiente seguía siendo de noche hasta que recordé
que hace mucho se me había quemado la luz y nunca la cambié.
En vano intenté entablar conversación con alguien, todos se iban a la plaza, corriendo y
mirando al cielo.
Iba a preguntar pero me contuve, a veces la ignorancia es el mejor marco teórico para
analizar un comportamiento.
En el cielo hubo un destello, seguido de un grito agudo que reverberó en las paredes
metálicas, como si de una cámara de resonancia se tratara.
La caída de un objeto fue celebrada con gritos y aplausos.
No necesitaba ver qué había caído, podía olerlo.
El inconfundible olor de fósforo quemado.

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Los Oprometes fueron inmediatamente a recogerlo con una camilla mientras el fósforo
recién caído gimoteaba como yo la vez que me caí en la bicisenda de Gorriti.
Encaré al que hacía de enfermero.
_ Disculpá, te hago una consulta, ¿a dónde se lo llevan?
_ Al Centro de Rehabilitación, como tiene que ser.


El tono grave de la respuesta me sacó las ganas de seguir preguntando pero, como en la
bandeja de abajo de un horno las distancias no son muy grandes, decidí seguir la caravana.


Al llegar descubrí que era una especie de asilo, lleno de fósforos marchitos, algunos
dormían, otros caminaban en círculo mientras hablaban solos o simplemente estaban
sentados con la mirada perdida.


Me acerqué al que parecía más cuerdo y le pregunté qué hacían ahí.
“Nada, simplemente existimos y recordamos nuestro momento de mayor esplendor. Cuando
nos aburrimos de recordar, comenzamos a fantasear con todos los destinos que pudo haber
tenido nuestro fuego.”


Me pareció lógico, deprimentemente lógico, estaban varados en su existencia, con el 90%
de su cuerpo en excelentes condiciones pero su cabeza, que era el 10% más importante,
estaba totalmente quemada y apagada.


De repente, un griterío mucho más fuerte que el de hace rato volvió a resonar, por lo que
dejé a mi melancólico interlocutor y volví a la plaza central.
Esta vez las cosas eran muy distintas.
Los Oprometes, en general bastante pacíficos, se empujaban unos a otros para ver bien lo
que sucedía y sus sombras proyectadas, temblorosas, me anticiparon la noticia:
EL FÓSFORO HABÍA CAÍDO ENCENDIDO.


Sí, por primera vez la luz naranja bañaba todo el interior del horno mientras caminaba
tambaleante, todavía mareado por la caída y seguramente extrañado de todas esas caras
que lo miraban con curiosidad.
Los Oprometes nunca se habían enfrentado a una situación semejante, todos ellos habían
caído apagados.


No sabían bien que hacer en este caso pero con señas y gritos lograron guiarlo hacia el
Centro de Rehabilitación, de a poco el fósforo encendido empezaba a entender lo que
pasaba hasta meterse entre los pacientes, que lo miraban con incredulidad.


_ ¿Luisito? ¿Luisito Páez, sos vos?


Un fósforo apagado, que estaba mirando la estática de una tele vieja, giró la cabeza
lentamente y se refregó los ojos irritados.
_ ¿Camilo? ¡Camilo Páez, qué hacés tanto tiempo!


Lo primero que pensé es que eran hermanos, pero un tiempo después supe que en realidad
todos los fósforos del mismo árbol llevan el mismo apellido, aunque en realidad no se
consideran hermanos, sino más bien camaradas, como los egresados de una misma
promoción.
Pero no me dejen distraerme, que el encuentro entre Luisito y Camilo fue uno de los
eventos más emocionantes que presencié en mis viajes.
En el momento en que se vieron, después de haber recorrido miles de kilómetros en la
misma caja, se dieron un abrazo grande, fuerte, de esos que se recuerdan por mucho
tiempo.
Éste abrazo en particular no lo iba a olvidar nadie porque Luisito, el cabizbajo fósforo
apagado que miraba la estática de la tele, se prendió fuego al instante al abrazar a Camilo.
Un segundo tardó su cuerpo pálido en encenderse con potencia y duplicar la luz que invadía
todo el Centro.


Los demás fósforos, maravillados con semejante renacimiento comenzaron a acercarse,
primero lenta y tímidamente, pero luego con un frenesí incontenible.
¡Por fin volvían a brillar! ¡Una segunda oportunidad para iluminar el mundo con su luz y
calor!
¿Qué importaba que el fuego los consuma y los reduzca a cenizas?
¿Acaso no hay final más digno para un fósforo que irse de este mundo habiendo dado
todo? Una conciencia tranquila por el deber cumplido, retirarse con orgullo hacia la
oscuridad esperando que un día sus restos sean barridos y llevados a un basural donde
poder fertilizar el suelo para que nuevos árboles puedan crecer.
Todo eso perseguían los fósforos apagados que corrían al encuentro de Camilo.

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Sin embargo, en un rincón, un grupo de fósforos apagados presenciaba la escena con
mirada solemne y los brazos cruzados detrás de la espalda.
Después de ver el éxtasis de los primeros fósforos, que pugnaban entre sí para encenderse
primeros, me dió curiosidad y me acerqué a preguntar, fiel a mi estilo curioso o “metiche y
descomedido” como definía mi abuela.
_ Disculpen, ustedes…¿no quieren encenderse nuevamente?
_ Sí, por supuesto, nada nos gustaría más. Pero alguien tiene que quedarse para cuidar el
fuego y compartirlo con los próximos caídos.


Semejante muestra de altruismo fue un cachetazo del que todavía no me repongo.
Para decepción de mi profesor, voy a reescribir mi tesis y contrastar estos nuevos
conceptos con algún otro viaje, sé que él quería que me reciba este semestre, pero tengo
70 años y me gusta manejar mis tiempos.

La despedida
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La Sociedad de los Oprometes.gif
Caída del cielo
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